Una
vez quedamos con Jose nos vinimos a la consigna
que para entonces ya estaba abierta. Problema:
las bolsas tenían que estar completamente
cerradas o si no la gente de la consigna no se
hacía responsable de ellas. Total que busca unas
bolsas de plástico para la mochilas. Pululando
por la consigna se encontraba un elemento que se
diría que era funcionario, pues llevaba una
gorra de plato que le daba un cierto aire de
confianza. Y ahora viene la primera gran
experiencia. Cuando creíamos que nos habíamos
librado de los lobos llegó él. Vino con la piel
de cordero, con intención de ayudar, pero
evidentemente no ayudan gratuitamente, lo tienen
como un trabajo, ellos te facilitan algo y ponen
la mano para que se la llenes con algo. En este
caso Carles y David siguieron sus pasos hasta una
tienda en la que les cobraron 30Dh (450Pts) por
cuatro bolsas de plástico y un rollo de celo.
Teníamos la idea de que nos habían timado. El
hombre se puso a ayudarnos, sin que nos dejase
hacer nada, apoderándose de las bolsas como del
celofán, y haciendo todo el trabajo, mientras
nosotros intentábamos recuperar lo que habíamos
comprado. Una vez hubimos acabado, o mejor hubo
acabado, puso la mano. Las propinas oficiales son
de unos 5Dh, y en un acto de ingente generosidad,
y de tremendo agradecimiento le di el doble.
Dijo: ¡No, gracias!, con cara de sentirse
ofendido por la "miseria" que le
ofrecíamos. ¡Me pedía más! Nosotros no le
habíamos pedido ayuda, nos había obligado a
seguirle el juego. Había hecho el trabajo que
nos correspondía, sin dejarnos hacer nada, y
encima exigía. Con una rabia tremenda hurgué en
el fondo común hasta sacar otros 10Dh más: 30Dh
de las bolsas más 20Dh de propina, 50Dh, cuando
la consigna valía 6Dh. Ya habíamos recibido la
primera en la frente. Evidentemente no nos
íbamos a librar. En Marruecos todo el mundo
pilla, más o menos, pero todo el mundo pilla.
Al cabo de un momento Jose
aparece en un "grand taxi" Mercedes. La
alegría es tremenda. Aparte del hecho lógico
que nos veíamos en un lugar no habitual y en
unas circunstancias especiales, el hecho es que
ya no estábamos solos, éramos más, éramos
ocho, y ellos ya llevaban varios días allí.
¡Qué bien! Jose, en su línea, nos empezó a
contar que todo estaba controlado, que con pocas
palabras te hacías entender, que estaban
tratándolos a cuerpo de rey, que comían bueno,
bonito y barato, que tenían guías profesionales
y que estaban totalmente integrados. Nosotros lo
único que teníamos era la pena de sentirnos
objeto de un timo, de sabernos timados y
maltratados, de sabernos acosados por los
"amigos". Pesimismo total frente a la
alegría de estos que ya estaban allí y que
estaban plenamente integrados. Menos mal que nos
apuntamos a su bando, y en un momento las penas
parecieron desvanecerse, diluirse. En breves
momentos, ya nos sentíamos arropados por los
"veteranos", aquellos que llevaban ya
dos días en aquella jungla y que daban muestras
de seguir de pie y sin un rasguño. Teníamos que
aprender de ellos.
Nos fuimos a su
refugio. Caminando sin miedo por aquella ciudad
en que todo el mundo te vendía algo, y en la
cual no nos hubiéramos atrevido a poner un pie
por miedo a que alguien se nos lo llevase, nos
dirigimos a un bar bastante europeo donde comimos
algo. Lo cierto es que mejor no mentarlo, pues la
comida no era precisamente típica, cosa que
realmente no me hizo gracia, y tampoco la poca
abundancia. Pero el rato pasó alegre y contento
contándonos cosas sobre nuestras comunes
experiencias en el país. Ellos llevaban la voz
cantante, pues ya eran veteranos, llevaban dos
días más que nosotros.
De allí nos
fuimos a su casa. Estaba relativamente cerca de
la estación, a apenas 10 minutos, pero que por
la mañana hubieran parecido siglos. Era un piso
en una escalera estrechita, el piso era pequeño,
aunque tenía varias estancias: una cocina con un
cuartito de baño (¡tremendo!), una habitación
cerrada, otra llena de trastos don de dormía
Jose, y una especie de salón donde pasamos un
rato. El salón estaba empapelado con un papel
tipo años sesenta españoles, y tenía una mesa
baja en el centro y alrededor asientos, como un
sofá sin apoyabrazos ni respaldo. Realmente era
un sitio encantador. Todo el mundo podía ver a
todo el mundo y se podía mantener una
conversación perfectamente sin miedo a que
alguien pudiera quedarse a parte. Fue allí donde
probamos unas tortas, que realmente estaban
buenas, pero que sólo eran como una hoja de
papel con azúcar. Pasamos un buen rato
contándonos historias hasta que llegó la hora
de irse a buscar a más catalanes que venían a
Tánger.
Ahora sí, sin
complejos nos lanzamos a la calle. Ya estábamos
plenamente integrados en el sistema, no
sentíamos miedo del millón de personajes que
acechaban a cada paso. Estábamos como en casa.
Llegamos a la estación y mientras resolvíamos
el problema del equipaje de los recién llegados,
se lo llevaron a casa de Jose como debíamos
haber hecho nosotros, nos quedamos a probar un
té a la menta. ¡Qué rico! El té tiene su
ritual, un ritual que cuando te lo explican lo
entiendes perfectamente, pero el camarero del bar
no era el tipo idóneo. Lo que si sorprende es el
hecho de que en los bares te coloquen un ramito
de menta o hierbabuena en el vaso. Curioso. Por
lo demás está buenísimo. Divino diría.
Fue ese en el
momento en que apareció Mohamed y su fiel amigo
Rachid. Realmente eran una pareja pintoresca.
Mohamed es un buen mozo de metro setenta, un poco
menos, guapo y con una sonrisa Profidén que
ilumina toda la calle. Siempre lo veía riendo,
controlando la situación y riendo. Rachid, su
fiel amigo, apenas entendía una palabra de
castellano, e iba perdido, pero tenía una
misión: era el guardián. Cuando llegaron ambos
nos saludaron cada uno a su manera. Mohamed, que
vive en Barcelona, a la manera europea, encajando
la mano de los hombres y besando a las mujeres.
Rachid, árabe utilizó uno de los saludos que
tienen: beso en una mejilla y dos besos en la
otra. A lo largo del viaje vimos otros saludos,
como el que hacen algunos hombres que una vez te
dan a mano, se llevan la suya al corazón, o las
mujeres, que una vez te dan la mano se besan la
suya. Saludos, y más saludos. Era cuestión de
allá donde estuvieres haz lo que vieres, y sobre
todo no hay que sorprenderse por nada.
Naturalidad.
Ya estaban de
vuelta nuestros nuevos amigos cuando decidimos
encaminar nuestros pies hacia el Zoco de Tánger.
Mohamed y Rachid guiaban sabiamente nuestros
pasos y no teníamos miedo de ir por ninguna
parte, simplemente nos dedicamos a disfrutar de
la experiencia. En un zoco hay como un millón de
olores, colores y sabores distintos, y todos
juntos pero no revueltos. Subiendo por una calle
te puedes encontrar con un puesto que vende
pescado con la mercancía expuesta sobre una caja
de madera en el suelo y una nube de moscas
sobrevolándola. Al lado un puestecillo donde
están sirviendo unos choricillos cuyo olor
impregna ese pedazo de calle, un paso más y la
fritanga se convierte en un fuerte olor a mil
especias diferentes. Increíble. Gozoso, y a la
vez desagradable, sólo depende del trozo de
calle donde te encuentres en ese momento.
Seguimos caminando
hacia la parte de las ropas y tejidos, pues
había gente que quería comprarse una chilaba.
Sin problemas, el guía nos llevaría donde
quisiéramos. Y así fue, la chica se probó una
chilaba y Mohamed pactó el precio con el
vendedor. Sin problemas. Mientras yo intentaba
torpemente aprender un poco de la lengua local
con otro de los dependientes, que muy amable y
¡oh milagro! sin cobrarme un dirham me dio una
pequeña clase. Ya teníamos chilaba y seguíamos
viendo otras tiendas. Unas las veíamos por
gusto, pero en otras te obligaban a entrar
cogiéndonos del brazo. Desagradable costumbre
que deberían cambiar. Quizá les funcione en su
cultura, y tendremos que cambiar nuestro cerebro
para poder regresar de nuevo.
Chilabas,
babuchas, alfombras, dagas, joyas, chocolate,
especias, y vuelta otra vez, era continuo, todo
el rato la misma historia. Las tiendas eran todas
semejantes, con los mismos productos, o quizá
nos lo parecía a nosotros, pues ya estábamos
hartos un poco de tanto bombardeo de sensaciones
distintas. Demasiadas quizá para un sólo día.
Pero todavía quedaban. Marruecos te guarda
siempre una sorpresa para cuando no te lo
esperas. Es un mundo vivo y cambiante, no como la
fría y calculada Europa, donde todo lo ves venir
inexorablemente.
Caminando,
caminando por el zoco y ya saliendo hacia la
estación de trenes ocurrió algo curioso.
Nuestros nuevos amigos se disponían a hacer una
foto, y de hecho la hicieron, con tan mala
fortuna que había dos compinches pasándose una
piedra dentro del encuadre del fotógrafo. El
flash le delató, y los interfectos empezaron a
vociferar algo en contra de nuestro compañero, y
a hacer aspavientos de manera ostensible. Hubo un
momento de confusión, pero allí llegó Mohamed,
y como si de un salvador justiciero se tratara,
sacó la mejor de sus sonrisas, y acompañado de
su fiel amigo Rachid, salió a desfacer el
entuerto. Pocos momentos tardó en sofocar la
explosión de cólera de los ofendidos, y
regresando con un trozo del objeto de tal
crispación por parte de los camellos: una piedra
de hachís, de la cual me hizo entrega para
posterior uso y disfrute. La leyenda no aclara
qué hizo, dijo o pagó Mohamed a los ofendidos
camellos, pero lo que sí puedo jurar es que los
interfectos nos despidieron con gritos de:
"¡Buena gente, buena gente! ¡No pasa
nada!". Increíble, pero recordad que
estamos en otro mundo, que esto no es la vieja
Europa.
El camino hacia la
estación no tuvo mayores contratiempos, y
llegamos plácidamente hasta la plaza, no sin
antes comentar como cotorras el milagro puesto
ante nuestros ojos, porque de no ser por nuestro
hidalgo, seguro que no salimos tan contentos. Fue
el mismo el que nos proporcionó los papelillos
necesarios, y el que nos indicó donde sería el
mejor sitio para comprar pan de cara al viaje de
esa misma noche.
Al caer en la
plaza se nos ponía en evidencia otro de los
"espectáculos" de Tánger, los niños
de la calle. Estos se te acercaban con su diez u
once años pidiéndote algunos dirhams, tabaco,
etc... y ofreciéndote chocolate. Mohamed de una
manera suave pero enérgica, y Rachid de una
manera una tanto más contundente se encargaron
de que nuestro camino estuviera franco. Mohamed
nos dijo que nadie hace nada por estos niños de
la calle, y que más que vivir en la calle
sobreviven en ella, no hay lugares como aquí en
España para estos chavalines, que son carne de
cañón en breve tiempo, o carne de presidio.
Llegamos
a la estación y llegó la despedida. Saludos
más o menos diferentes nos intercambiamos y cada
uno siguió su camino. Volvíamos a estar los
cuatro juntos, y solos, pues la manta que nos
cubría se había ido, y estábamos un poco
desprotegidos, aunque con la lección de que
debes ser tu más listo que ellos o te la darán.
Aprendida no estaba del todo la lección.
Esperamos hasta
las 22:00h en que la avalancha de gente hacia las
puertas de la estación nos indicaba que
debíamos coger nuestras aún pesadas mochilas y
dirigirnos hacia nuestro compartimento. Teníamos
una habitación de cuatro camas para nosotros
solos, aunque Mohamed nos había sembrado la duda
sobre si realmente había o no camas en el tren.
Vaya que si las había.
Allí nos
encontramos con tres sevillanas que, armadas de
valor y echándole coraje a la vida, se dirigían
a Marrakech. Llevaban algún día en Tánger, y
tenían la misma experiencia que nosotros:
agobio. En Marrakech, comentaban que la
sensación sería aún más abrumadora. Temíamos
lo peor, pero también teníamos una misión, y
por lo bajini creíamos que la misión nos
ayudaría en nuestra estancia en Marrakech.
Cenamos en la
habitación, queso y fuet y alguna cosilla más,
y después estuvimos comentando la jugada con las
tres sevillanas, con un tipo alto de Lleida y su
guapísima novia italiana. Y después de un
purito, viendo la vía del tren por la noche, y
dándonos cuenta de cuán grande era Tánger nos
fuimos a dormir hasta la mañana siguiente.
Destino: Marrakech.
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