Era
el momento de ir a una cabina y decir que
estábamos en el corazón de Marruecos y que
estábamos vivos. Una vez tranquilizadas nuestras
familias emprendimos el camino de regreso.
Sabíamos que estábamos invitados a comer, era
evidente, y no sabíamos cómo hacerlo, qué
hacer en estas ocasiones. Le preguntamos a Hind
si estaría bien que llevásemos algo de bebida
para todos para la comida. Dijo que sí, que no
había problema, con lo cual nos dispusimos a
comprar unas botellas de Coca Cola y Fanta, que
está mucho mejor que la que se vende en España.
Dicho y hecho nos presentamos allí con el
líquido del Imperio. Hasta que se hizo la hora de comer
estuvimos charlando con la familia, dando una
vuelta por la casa y alrededores, por la terraza
y viendo la panorámica que se nos ofrecía desde
allí. Marrakech es una ciudad extensa y con
edificios bajos. Si paseas por sus calles
descubres que hay una ciudad antigua, donde está
la medina, y una ciudad completamente europea,
que es la parte donde se encuentra la estación
de autobuses y la estación de tren. Hay una gran
diferencia, y ciertamente, están separadas.
Desde la terraza destacaban las torres de las
mezquitas desde donde el moacid llama a los
fieles a la hora de rezar. Destaca la gran
cantidad de parabólicas que adornan los techos
de las casas. Destaca en una parte la Koutobia,
en fase de restauración. No se ven las montañas
del Atlas, y lo que más nos sorprendió: un
cementerio al lado de la casa. No llevan a sus
muertos, los tienen al lado. Al lado de la casa
de los Zoubidi está la Zaouia de Sidi Ben
Sliman, que es una especie de mezquita, y al lado
de esta construcción se halla tan singular
elemento. Los niños nos lo enseñaron con
absoluta naturalidad, o sea, que no tenían
ningún problema con el tema muertos. Mejor.
Era la hora de
comer. En el patio caía un sol abrasador, por lo
que comimos en una de las habitaciones. Allí las
habitaciones son multiuso, para dormir, echar la
siesta, dormir, jugar, conversar. Cualquier
estancia es válida para todo. Pusieron dos mesas
bajas en una habitación estrecha y alargada. En
una se pusieron los niños y las mujeres, y en
otra nos sentamos los hombres. No tardé en
preguntar a Mohamed si eso era la costumbre.
Éste me respondió que no era por que fueran
mujeres, sino porque los niños son más movidos,
y los sientan aparte. No era una costumbre tan
extraña, más bien pudimos tener una
conversación más interesante, aunque menos, por
culpa del idioma.
Los cubiertos no
aparecían, ni por supuesto los platos. Vaya otra
vez a esperar el cómo comer. Teníamos el
correspondiente trozo de pan integral, pero lo
que teníamos delante no era la confitura de
fresa ni el aceite de oliva, era un enorme plato
de carne de vaca con ciruelas. Un auténtico
manjar. ¿Cómo nos haríamos para cortar los
trozos de carne? Era la gran pregunta. La
solución era coger un trozo de pan y partir el
trozo de carne con el mismo, y con la valiosa
ayuda de uno de los dedos que quedaban libres. Un
poco de práctica y ya podemos considerarnos
expertos en el arte. Otro aspecto destacable era
el saber cuál era la parte que debía comer cada
uno. Carles no lo tuvo claro y lanzó la mano
armada de un trozo de pan integral hacia el otro
lado del plato. No tardó en producirse la
respuesta enérgica y amable a la vez: cada uno
tenía su sector, todo lo que tenía delante de
él. Risas y más risas. Ya lo teníamos claro, y
la carne desapareció en pocos minutos, todo
envuelto en comentarios graciosos en cuatro
lenguas diferentes. Tremendo. El plato era único
y después venía el postre: melón con uvas. En
un plato enorme había por lo menos un melón
entero y un par de racimos de uvas. Para nosotros
el melón no estaba mal, pero ellos se quejaban
de que estaba un poco malo. Debían estar
acostumbrados a mejores frutas.
Después de comer nos
decidimos a salir: destino el Palacio de
El Bahía. En Marrakech el Petit Taxi
que es el que trabaja dentro de la ciudad sólo
admite tres pasajeros, nosotros nos dividimos en
dos taxis y nos dirigimos al Palacio. Esperamos
durante un rato a que hubiera un guía que
hablase nuestro idioma. Apareció la versión
moruna de una Michael Jackson en su primera
época, con perilla y gafas de intelectual. Un
personaje amable y culto donde los hubiera,
Respondía con inteligencia, amabilidad y
múltiples argumentos a la batería de preguntas
a la que le sometíamos. Nos estuvo explicando
que el Palacio lo construyó un representante del
rey en Marrakech, como un gobernador o algo así.
La obra duró como unos catorce años, y no es de
extrañar, por que es una auténtica obra de
arte, una maravilla. Los techos, en forma de
barco invertido, están todos tallados y apenas
hay un milímetro libre. La visita fue breve,
pero intensa, unos veinte minutos, repletos de
comentarios fotos y sorpresas. El hombre éste
era rico, y tenía aparte de las cuatro esposas
"legales", otras veinticuatro
concubinas, que disponían de una habitación de
invierno y otra de verano. Cada una de ellas
tenía los mismos derechos que las otras, así
como los hijos de las mismas tenían los mismos
derechos que los hijos de las
"oficiales". Igualdad, dentro de una
historia diferente a la nuestra. La
justificación que nos daba el guía de la
existencia de las concubinas era económica.
Ellas eran hijas de gente pobre, y las familias,
al no poderlas mantener, las ofrecían a los
hombres ricos para que las cuidasen. El precio lo
pagaba la concubina en forma de placeres
sexuales, evidentemente, pero todo hay que decir,
que al ser tantas tampoco tocaba a mucho: una vez
al mes como máximo.
Y
dejamos el Bahía para ir a otro palacio que
estaba detrás, pero al ser martes ese día
estaba cerrado, fallo. Bueno, nos fuimos a La
Menara, que está en la parte Oeste de
la ciudad, a unos 10Dh de taxi de allí. La
Menara es un lago artificial de unos cien metros
de lado. No os preguntéis más si nos bañamos o
no. El agua era marronosa, no olía mal, pero el
color no invitaba. Dimos una vuelta por allí, y
nos decidimos a volver a la Plaza de Jemaa el
Fnaa, el centro de Marrakech. Tuvimos problemas
para encontrar un taxi, porque por el precio que
nos habían traído no nos llevaban. Tardamos un
ratito, pero lo conseguimos: estábamos en el
centro, y preparados para ver otro de los
espectáculos que nos ofrece Marrakech, un
atardecer en la plaza.
Si
hay gente en la plaza durante el día, cuando
más aprieta el sol, imagínate por la tarde,
cuando el inmenso astro está presto a dejarnos,
es cuando resurge la vida en la plaza. Nos
dispusimos para el espectáculo en una de las
terrazas que rodean la plaza, nos pedimos unas
cocacolas y unos tés y fuimos viendo como la
plaza empezaba a llenarse de gente cada vez más
variopinta, mientras nosotros empezábamos a
pensar en la jornada siguiente, en la que
empezaba la montaña. En la plaza, además de los
típicos "exprimidores de naranja", una
gran cantidad de puestecillos que se dedican a
hacer zumo de naranja, a eso de las siete
empiezan a surgir puestecillos de comida, que
ofrecen al transeúnte casi de todo, y seguro que
a buen precio, si lo pactas antes de sentarte a
comer, sino estás perdido. Malabaristas,
aguadores, y gente y más gente empieza a pulular
por la plaza, es increíble cuanta gente puede
estar allí, andando de un lado para otro.
Cuando
empezábamos a sentir un poco de frío nos fuimos
a cenar a casa de los Zoubidi.
En vez de adentrarnos en el zoco, donde
seguramente nos habríamos perdido, nos fuimos
bordeando el mismo hasta la casa de Hind.
El camino resultó bastante más sencillo, y nos
fue realmente fácil de recordar para la
siguiente vez. Una vez en casa, cenamos en el
patio. Ahora sí que se podía estar allí, ya
era noche cerrada. La cena consistía en una sopa
de pasta en una especie de salsa de tomate
bastante picante. Buenísima, y por supuesto té.
El té nos lo subimos a la terraza y allí nos lo
tomamos con la "gente joven" de la
casa. Los niños estaban ya durmiendo o
intentando dormir, mientras los demás estábamos
disfrutando de un momento maravilloso. Realmente
si alguna vez me imagino el hecho de las Mil y
una Noches, me tengo que imaginar aquellas
escena. Mohamed rodeado de su
mujer, cuñadas y hermanas, explicándose cosas,
riendo, y todo dentro de una armonía
maravillosa. Disfrutamos aquel momento como algo
mágico, increíblemente bello, con las estrellas
iluminándonos y el fabuloso té.
No tardamos mucho
en irnos a dormir, estábamos cansados y la
siguiente jornada era durilla, así que les pedí
si me podía quedar a ver las estrellas, si
podía dormir en la terraza. Como quisiera. Dicho
y hecho, Carles y yo nos
quedamos en la terraza. ¡Qué gusto! Ahora que,
no las pude disfrutar mucho, pues al cabo de poco
rato ya estaba dormido.
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